
La música de estilo hawaiana, con suaves ukeleles, que hace las veces de alarma en mi teléfono celular comenzó a fastidiarme a las 4 am. La odié. Sus notas y voces dulces no lograron el cometido de darme un despertar tranquilo. Hoy no podía deslizar en la pantalla la opción para extender el entresueño diez minutos más. Los mimos que la tecnología nos hacen a los milenials nos vuelven, a la vez, mas débiles. De todos modos, soy de las personas que por mas que se estén yendo de vacaciones a la Polinesia francesa, si no durmieron bien odian incluso esa alarma. Éste no era el caso. Aunque París tiene su encanto. Yo amo Paris. O mas bien estoy enamorando de Paris. Sin embargo éste viaje no tiene el gusto de las primeras veces. Se parece más bien al gusto ácido que arriba después del dulce, cuando le encontrás por primera vez una miseria a una persona a la que habías idealizado como el trastornado de Platón. Igualmente, hace meses que no duermo. Desde el suicidio de mi viejo solo alcanzo unas horas de entresueño. Tengo sueños «vividos» en los que él sigue vivo. Luego, reviso las notificaciones del teléfono para aliviar ese momento matinal. Hoy tuvo un efecto contraproducente. El taxista que debía recogerme en la montaña me había enviado un mensaje sms a la una de la madrugada. Iba a venir antes porque tenía otro viaje y no se quien se había colapsado. Todo en italiano. La italiana, es una bella lengua al oral. Tiene música. Pero tosca como para desarrollar filosofías. Danielle, el taxista, preguntaba si me servía igual. Le respondí que no tenía otra opción. A las cuatro de la mañana en una montaña se reducen las posibilidades humanas. Me levanté alterado. El plan para escapar de éste pueblo empezaba a tambalear. Todavía las valijas no cerraban a pesar de que anoche caminé sobre ellas. Odio viajar cargado. Tomé el fondo de un tetrabric de naranja «rossa» y un café bastante parco. El taxista comenzó a llamarme. Se había perdido en la oscuridad de la montaña. Lo oriente e intenté calmarlo. Los hombres italianos se alteran fácilmente. Ya estaba en la entrada del complejo. Di un último vistazo al lago y al borde de la montaña. Ese paisaje siempre me recordará al peor momento de mi vida. Así que intentaré olvidarlo. De camino a la estación de tren, Danielle me pregunto si era turista. Le dije que no. Que había venido a hacer la ciudadanía italiana. Puso mala cara. La mayoría aquí en el norte, piensan que el problema de Italia somos los extranjeros. Agregué que era bisnieto de italianos y que me volvía a estudiar a Paris. Siempre lo hago para tratar de apaciguar ese momento. La primera impresión ya era mala. Me pregunto a que me dedicaba mientras tomaba las curvas pronunciadas de la montaña a demasiada velocidad y con la visibilidad reducida por la noche que aunque de luna llena, era bastante cerrada. Todos los días hay choques en ésta montaña. El camino es demasiado angosto como para el apuro con el que van siempre los italianos. Le respondí que pintaba y que iba a realizar una exposición en Octubre. En el Louvre? Me pregunto. Reí espontáneamente como hace mucho no lo hacia. Él no río. Lo preguntaba en serio. Me pregunto si no se puede exponer ahí. Le expliqué que lo veía un poco difícil. Me dijo, tal vez si hacia un cuadro exitoso. Por que no? Le contesté para salir de una conversación demasiado bizarra para las 5 de la mañana. Me dijo una de esas frases esperanzadoras, propias de la posmodernidad. No la entendí muy bien porque traía una fórmula italiana, pero si su intención de darme ánimo. Ese ánimo que se le da a alguien que uno no conoce. Debe haber adivinado mi angustia. Cada vez me es mas difícil ocultarla. La estación estaba vacía como nunca la había visto. Del bufet gerenciado por los chinos, ya salía ese olor a facturas recién horneadas. Me resistí. Me esperan 12 largas horas y no quiero viajar con la panza llena. Danielle me descontó diez euros por los trastornos y se despidió apurado. En realidad me los descontó porque está lleno. En verano el lago desborda de turistas que vienen de toda Europa. Tenía que alcanzar una pareja en el aeropuerto. Respire hondo. Esa estación había recibido un Ezequiel extremadamente diferente hace exactos siete meses. En éste pueblo deje mis sueños, mi última esperanza, mis años y años de trabajo, y si quedaba algo, mi dignidad. En el anden sólo hay una pareja de chicos que no superan los 18 años. Lo se porque aquí todos los menores usan zapatillas blancas. Los dos tienen lentes y no despegan la mirada de sus celulares. Mas allá un par de ventiañeros que deben trabajar en Milán. Allí voy yo también. Pero en busca del tren que me llevará a Paris. Por los altoparlantes anuncian que hay demoras en la circulación. Los italianos son como argentinos pero rodeados de países ricos. También suena cada cinco minutos el mensaje automático. «Attenzione a la lontananza della linea gialla». Me llevó meses entender lo que decía. Soy evidentemente lento. Le daba significados aleatorios como cuando chico a las canciones en inglés. Está aclarando y la luna llena se destaca en el cielo. Anuncian mi tren. Al final llego a horario. Me incorporé. La banda del tuvo en donde llevo las pinturas se desprendió. Siempre es igual. Son chinos. Antes de subir al tren recordé una cita del libro al que convertí en mi Biblia: «El que lucha con monstruos debe tener cuidado para no resultar él un monstruo. Y si mucho miras a un abismo, el abismo concluirá por mirar dentro de ti». Así habló Zaratustra de Nietzsche.